En mis paseos por las islas, he puesto pié en la Gomera como lo hiciera en varias ocasiones don Cristobal Colón en su paso hacia las Americas.
Debió, por aquel entonces, encontrarse una isla imposible de caminar por su orografía.
Aún en el siglo en el que vivimos las diferentes carreteras, que se extienden como patas de araña con cuerpo central en el Parque de Garajonay, son tan serpenteantes y estrechas, que el movimiento entre pueblos se vuelve tedioso. Entiendo ahora la existencia del lenguaje del silbo, forma de comunicación entre los gomeros que no pierde cobertura entre las montañas y barrancos de esta isla.
Fantásticos paisajes se pueden visitar, pero el más que impresiona es el famoso y protegido bosque de laurisilva que compone el Parque Nacional del Garajonay. Este debe su nombre a una leyenda entre la pareja Gara y Jonay, cuya muerte unidos y atravesados por una rama de brezo, acabó con su eterno amor perseguido.
El verdor de la isla tiene mil matices. El silbo de los habitantes de la Gomera se completa con el canto constante de los pájaros que habitan entre los árboles. Pájaros que viven confiados de la presencia humana y que se acercan con descaro para picotear las migas que les echan para comer.
Otra isla con encanto, otra gente encantadora, otra experiencia maravillosa que me ofrece mi propia tierra. Sin necesidad de viajar lejos...