Este año hemos decidido huir del ruido carnavalero de las grandes cuidades para adentrarnos en el más puro silencio roto por el canto madrugador de los pájaros que habitan en los altos de Icod.
Existen allí unas casonas restauradas conocidas actualmente como Casonas de Marengo y que datan del siglo XVIII. Están rodeadas de una finca de 30.000 metros cuadrados repletos de bosque y flores de diferentes tipos y colores.
Y aunque no tengo por qué dar publicidad a las mismas, lo hago encantado ya que el atendimiento, el paraje y las propias casas lo merecen.
Los almendros y durazneros de la zona se visten en estas fechas de color, mostrando sus rosas y blancas flores.
Absolutamente todo el paisaje está plagado de estos frutales de hoja caduca. Los caminos nos permiten acercarnos a ellos para fotografiar sus flores. Al aterdecer se unen los cálidos colores del cielo con esos blancos puntos de los árboles generando un contraste inigualable. Algo digno de visitar.
Alzando la vista encontramos la imagen del Teide y al bajarla podemos admirar el pueblo de Icod que parece caer sobre el mar. Y lo que nunca debemos perdernos es la impresionante estampa del amanecer mirando a nuestro volcán desde esta zona de Tenerife.
Las noches fueron estrelladas y permitieron sacar instantáneas desde la casa, aunque el frío nocturno casi congelaba la naríz y las manos.
Pero no sólo nos quedamos por ahí. También nos desplazamos para patear desde San José de los LLanos hasta Arenas Negras. Al principio el característico pinar aunque azotado en varias ocasiones por el fuego. Luego el negro sendero generado por la lava que un día vertió el volcán en estos parajes.
Otra de las caminatas que pudimos hacer fué la de la Rambla de Castro. Aunque debo quejarme del Cabildo tienerfeño, quien rehabilitó la casona hace algún tiempo, de no haber mantenido su estado en perfectas condiciones y ahora estar al borde de la ruina.
Al final pasamos cuatro fantásticos días de descanso que bien nos hace falta para poder continuar con la rutina de la vida.